Decidió abandonar el ostracismo y recuperar lo que le había sido arrebatado tras la repentina muerte de sus progenitores. Había vivido en un ascetismo absoluto gracias al latrocinio de sus parientes, pues solo tenía quince años cuando la echaron de su hogar. (Algo que habría atormentado enormemente a las señoritas Bennet si su padre hubiese fallecido, dejándolas a merced del señor Collins). Pesarosa, contempló la casa en la que había crecido desde el lado opuesto de la calle; ahora se había convertido en un lugar ominoso, siendo el refugio de criminales. Su familia había soterrado cualquier indicio de abuso legal en contra de ella, pero Ingrid recordaba el día en que se produjo un incendio repentino, en el que sus padres habían fallecido. Su padre había escondido el verdadero testamento en una caja subrepticia bajo unas baldosas de su despacho. Antes de que se propagara por toda la casa, sus tíos la habían sacado por la fuerza y ella no había podido volver. (Casi podía sentirse como en la abadía de Northanger, un lugar dantesco con un pasado turbio del cual intentaba huir pero al que su corazón le exigía respuestas). Ingrid se deslizó por los pasillos mugrientos y logró cruzar hasta lo que quedaba del despacho. La caja estaba donde recordaba. Sonrió, rozagante, pues su legado volvía a ella como un susurro del pasado.
(Como un susurro del siglo XIX que se mantiene perenne a lo largo de la historia sin sucumbir al olvido, pues con Jane Austen siempre tendremos a nuestro querido señor Darcy y los bailes de Netherfield).
Autora: Isabel M. Almagro