Mario aferraba sus manos al volante. El camino sin asfaltar subía y serpenteaba por la montaña de eucaliptos. El aullido de las sirenas, que se había quedado atrás al tomar el desvío, entraba tenue junto a una gran polvareda por la luna trasera rota. Los cristales traqueteaban en el asiento de atrás junto a los fusiles y los libros viejos de Valentina. Ella estaba en el asiento de al lado, gimoteaba con las manos aferradas a la única bolsa que habían conseguido salvar del atraco. Las otras dos se habían quedado atrás junto al cuerpo acribillado de Arturo.
Mario frenó en seco donde terminaba el camino, que sin avisar se convertía en un precipicio en caída libre hacia el mar. El chico, que no había cumplido aún los treinta años, golpeó el volante varias veces con todas sus fuerzas. Y maldijo. Tanta planificación, tanta sangre vertida, para acabar así. Aunque en el fondo, sabía que no había otra forma. La polvareda se disipaba y el olor a sal le inundó por completo. Se girópara mirar a Valentina, el pelo rubio y revuelto estaba húmedo y por su mano izquierda corría un rio rojizo que bajaba por la manga del vestido. Con un gesto la recogió el pelo para mirar su rostro crispado, sus dientes rechinaban. Las sirenas estaban cada vez más cercanas. La mirada que le devolvió estaba cansada y sus ojos azules parecían apagarse como una vela que se consume.
─Mira – dijo Mario – es nuestro mar. Donde siempre soñamos con retirarnos de este mundo. Este dinero iba a cumplir ese sueño – por un momento titubeó viendo como Valentina levantaba la cabeza y miraba el horizonte─ lo siento tanto.
La sangre parecía brotar de la herida con más fuerza y anegaba el salpicadero. Por un momento sus ojos se fundieron con el mar y con lentitud señalo un punto lejano. Una pequeña isla de la que, como una señal, se elevaba una columna de humo.
─Es como la isla del negro, de los diez negritos. Un lugar donde solo vive la muerte─ su voz, una vez femenina y dura, sonaba rota y vacía.
Y suspiró y no hubo más vida. Se apagó y cayó con la cabeza inerte hacia un lado. Los coches de la policía ya estaban allí. Mario no se giró para mirarlos, podía oír los crujidos de las ruedas al frenar sobre las piedras, las voces de los hombres y el ruido metálico de las armas al montarse.
─Sal del coche con las manos arriba – dijo una voz autoritaria.
Y Mario, sin lágrimas en los ojos, empuñó su pistola.
Autor: Pablo Herrera
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