En una mañana de jueves, hallaron muerto al señor Wallace. Fue justo el día después de que la señorita Maple, joven criminóloga, decidiera hospedarse en una posada de la campiña inglesa, lejos del ajetreo londinense.
La noticia amargó un poco las breves vacaciones de la joven. Su propósito se echó a perder, ya que unas semanas antes un contacto le proporcionó un trabajo algo ajeno a su campo, aunque tampoco insignificante.
Resultó que el señor Wallace, un millonario bien conocido en la localidad, temía ser asesinado. El magnate sabía muy bien que sus familiares y conocidos anhelaban su dinero. Por si fuera poco, recientemente tuvo una recaída por envenenamiento, en una cena a la que fue invitado; otro día trataron de dispararle cuando salía de viaje. Ella debía averiguar quién o quiénes eran sospechosos de tales sucesos.
Se dirigió a la casa de los Wallace, con intención de dar el pésame a la viuda. Allí se sorprendió de encontrarse con una investigación policial.
—Soy Candice Maple, criminóloga —explicó al policía que guardaba la entrada—. He sabido de la muerte del señor Wallace. ¿Han encontrado alguna evidencia de asesinato?
—Estamos en ello. Por ahora sabemos que sufrió un ataque cardíaco. En el exterior hallamos una jeringuilla… Quizá sea una pista. ¿Conoce de algo a la víctima?
—Sí. Ayer hice una visita porque solicitó que hiciera una investigación.
En ese momento apareció la señora Wallace.
—No sé quién les habrá llamado pero, con todo el perdón del mundo, me parece grosero que piensen que yo maté a mi marido.
La señorita Maple se acercó a la viuda.
—Señora Wallace, lamento lo sucedido. ¿Podría hablar con usted un momento?
La mujer hizo un mohín antes de contestar.
—Bueno, no tengo nada que hacer.
—Cuando ayer conversé con su marido, me comentó que durante un tiempo trabajó como enfermera.
—Es verdad, pero fue hace mucho tiempo.
—Ayer descubrí en la sala de estar una caja de pastillas para la tensión.
—Sí, eran de mi marido.
—No quiero precipitarme, pero tal vez le inyectó algo que daño su corazón.
La señora Wallace echó a temblar al oír esas palabras.
—Nadie más se encontraba en la escena del crimen. Por su bien, será mejor confesar antes de tiempo.
—Es el culpable de mi sufrimiento. Si no tuviera una amante… ¡Le juro que lloré nada más haberlo hecho!
—Entiendo cómo se siente, pero a veces las emociones nos dejan en mal lugar.
Luego de unos minutos, el informe forense detallaba que la señora Wallace asesinó a su marido inyectándole un cardiotónico. Todo fue debido a los celos.
Autora: Úrsula Melgar
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