Los relojes que tenía repartidos por toda la casa señalaban las doce y media. No podía dormir, después de pasar veinte minutos mirando el cuadro de encima de la cómoda, había decidido ir al piso de abajo. Era una noche cerrada, oscura, tenebrosa. Dos horas después, me parecía una noche eterna. Me asomé por la ventana y no conseguí divisar nada más allá de diez metros, sentía como sí, allá donde acababa la luz, se escondiese un peligro inminente, acechándome.
Habían sido unas navidades trágicas, odiaba estas fechas, mi marido había puesto las cartas sobre la mesa y había decidido irse nada más terminarse el pudding, dejándome toda una casa de trescientos metros cuadrados para mí sola. Además, era un barrio solitario a las afueras de la ciudad, únicamente conservaba un vecino justo en la acera de enfrente, el misterioso señor Brown. El cúmulo de circunstancias que acumulaba me hacía estar más pesimista y miedosa de lo normal.
Poirot, el gato, testigo mudo de la debacle de mi vida en las últimas semanas, me miraba agazapado desde detrás del sofá. Era mi única compañía, él y un triste ciprés que todavía se mantenía con vida y al que había olvidado regar desde hace mucho.
Mi cuerpo había decidido mantenerse despierto y no iba a poder luchar contra él ni tomando cianuro espumoso, de modo que me dirigí a la cocina y me empecé a preparar un café solo. Justo cuando estaba cerrando la cafetera, golpearon la puerta de la entrada.
Me quedé petrificada, atónita, congelada. Oía latir mi corazón con tanta fuerza que dudaba si acaso se escuchaba desde la calle. Me alejé de la encimera a paso lento, pegada a la pared del pasillo, avancé sigilosamente hacia la entrada, intentando que mis pisadas no sonasen. Acercándome a la mirilla desde una distancia prudencial, incliné mi cuerpo de modo que no tuviese que apoyarme en la puerta. Pude intuir que me encontraba ante un hombre de pelo largo y alborotado, que respiraba con cierta dificultad, como si acabase de hacer un gran esfuerzo, ya que subía y bajaba los hombros al mismo tiempo que cogía y soltaba el aire que entraba por sus pulmones.
- Abre, sé que estás ahí dentro
No esperaba que hablase, empezó a temblar mi cuerpo sin que pudiese controlar ni uno solo de mis músculos. Tenía una voz grave.
- No sé quién eres, pero si no te marchas, llamaré a la policía.
Mi voz sonó tan temblorosa que le provoqué una pequeña carcajada.
- Acabaré entrando, tengo toda la noche.
En ese instante, el espejo que estaba pegado a la puerta, se rajó de lado a lado.
Autora: Carmen Ruíz
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